Wednesday, February 7, 2007

La comida de los otros (II)


Fue así, con la comida de los otros, que aprendí a comer las últimas cosas, las que uno tiene que aprender a comer de todas formas: arroz, frijoles, lechuga, tomate, pepino, aguacate, malanga, yuca, boniato, viandas hervidas, no sólo fritas. No comía frijoles, nunca me gustaron. Comía arroz solo, con pollo frito, pero solamente los muslos. Quizás un poco de tomate verde. Y papas fritas. Para comer la sopa, le echaba dentro papas fritas y cada cucharada tenía que tener una papa. La carne debía estar suave y mi abuela tenía que cortarla con sus manos sobre el arroz blanco.
Esa comida de los otros no vino de alguien de la familia o amistades: vino de la escuela. Las familias cubanas solían decir de sus hijos: “Cuando se becan, aprenden a comer de todo, porque el hambre los obliga.” Pero en mi caso no fue el hambre, sino el hecho de ser la comida de los otros. Empecé a comer los purés de malanga que hacían en la escuela, que en vez de estar aplastados o pasados por la batidora, como en mi casa, los pasaban por una máquina de moler carne y salía en pequeños tubitos que se fundían unos con otros. Hacían lo mismo con el fufú de plátano, del que tampoco era entusiasta.
Una tarde de septiembre de 1983 decidí comer aguacate por primera vez. No recuerdo exactamente la circunstancia, pero sí la sensación. Había llovido, porque el aire tenía esa sensación de ligereza que tiene después de la lluvia. Aunque quizás la ligereza venía del hecho de que era jueves y al día siguiente saldría de pase, para la casa. Era una porción minúscula, pero desde aquel momento empecé a comerlos y ahora es una de mis comidas preferidas. La última cosa que aprendí a comer fue lechuga, también en la escuela. A partir de entonces podía decir con orgullo que comía todo aquello que se espera que alguien coma en Cuba. Era finalmente normal, no un niño mimado y extraño, expuesto constantemente al peligro de no comer lo suficiente.