Monday, October 8, 2007

Y hablando de Lezama


¿Hay algo más patético que Lezama tratando de comer en los años de escasez de comida? José Prats Sariol cuenta algunas de las peripecias que había que hacer con él para que comiera: cada vez que algún extranjero iba a Cuba, interesado en verlo, le recomendaban que debía invitarlo a comer y con eso estaría feliz. Prats Sariol recuerda algunas de las invitaciones que él le hizo y cómo Lezama siempre pedía dos postres.
En uno de los libros más risible de Lezama, sus entrevistas con Félix Guerra (risible entre otras razones porque aquel parece tomarle el pelo a su entrevistador o responder con una serenidad maligna a una serie de preguntas a veces absurdas), este le pregunta en qué lugar quisiera estar ahora, si tuviera el don de la ubicuidad o del viaje instantáneo. El entrevistador, conociendo a Lezama, quizás esperaba que este respondiera algo como: en la corte faraónica, en la del rey Arturo, en el momento en que se ordenó la construcción de la Gran Muralla. Lezama responde: “En El Anón de Virtudes, donde me tomé mi último batido de papaya en 1963.” Lo que hace patética la escena, el punctum, es que Lezama recuerde la fecha exacta en que ocurrió.

Monday, March 12, 2007

Comida lezamiana

El homenaje que Senel Paz le hace a Lezama en su cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” es uno de los pasajes más pedantes de la literatura cubana. Ello es porque, en 1990, cuando el cuento empezó a ser leído, las nuevas generaciones de lectores en Cuba casi no habían leído Paradiso. La edición de 1966 era la única existente y había sido, como sabemos, retirada de las librerías en algún momento, por causa del capítulo 8. Tener o encontrar uno de aquellos ejemplares era una rareza. Pero también era una rareza haberse leído el libro a pesar de tenerlo, y más aún, haberlo entendido. Imagino que la mayoría de los lectores potenciales de Paradiso se desinteresaban por el solo hecho de escuchar los rumores sobre la supuesta impenetrabilidad del libro.
En 1990, citar en extenso, entonces, tenía un sentido. Era dar a conocer un pasaje célebre que muy pocos conocían. Era, también, afianzarse en el círculo de los elegidos que habían leído la novela. Desde el punto de vista narrativo, contribuía a revelar un rasgo del personaje principal, Diego, obsesionado por rescatar una idea de cubanía, de la que aquella comida era un paradigma. En la película, esta escena aparece aún más pasada por agua. Diego debe empezar diciendo: “Estás asistiendo al almuerzo que Doña Augusta….” Claro, una película debe alcanzar a más gente.

La escena de la película, recreada por estudiantes de español de Drake University.

La cita en extenso tenía otro propósito: comentar sobre la falta de comida en Cuba, una falta endémica de los cuarenta y cinco años de la revolución, con períodos alternantes de más o menos alivio. A finales de los ochenta, la cosa, como se dice, se puso mala. Los suministros del campo socialista pararon y todo empezó a escasear. La comida, que siempre ha sido un símbolo de cuán bien uno ha podido sobrevivir esos cuarenta y cinco años, se volvió todavía más simbólica. Introducir aquella cita de una de las comidas más suntuosas que registra la literatura cubana, era cuestionar la falta de comida. Y el hecho de asociar con la comida suntuosa, en familia, a un valor burgués, representaba otro comentario.
En la película, el comentario va un poco más allá, al hacer revelar que Diego, para poder conseguir todos aquellos ingredientes, no habría podido más que conseguirlos en la bolsa negra. Y el precio: “¡Pero Dieguito”, dice Nancy protestando, “esos son como cien dólares!” Un buen chiste, sin duda, y una coña para Lezama.

Wednesday, February 7, 2007

La comida de los otros (II)


Fue así, con la comida de los otros, que aprendí a comer las últimas cosas, las que uno tiene que aprender a comer de todas formas: arroz, frijoles, lechuga, tomate, pepino, aguacate, malanga, yuca, boniato, viandas hervidas, no sólo fritas. No comía frijoles, nunca me gustaron. Comía arroz solo, con pollo frito, pero solamente los muslos. Quizás un poco de tomate verde. Y papas fritas. Para comer la sopa, le echaba dentro papas fritas y cada cucharada tenía que tener una papa. La carne debía estar suave y mi abuela tenía que cortarla con sus manos sobre el arroz blanco.
Esa comida de los otros no vino de alguien de la familia o amistades: vino de la escuela. Las familias cubanas solían decir de sus hijos: “Cuando se becan, aprenden a comer de todo, porque el hambre los obliga.” Pero en mi caso no fue el hambre, sino el hecho de ser la comida de los otros. Empecé a comer los purés de malanga que hacían en la escuela, que en vez de estar aplastados o pasados por la batidora, como en mi casa, los pasaban por una máquina de moler carne y salía en pequeños tubitos que se fundían unos con otros. Hacían lo mismo con el fufú de plátano, del que tampoco era entusiasta.
Una tarde de septiembre de 1983 decidí comer aguacate por primera vez. No recuerdo exactamente la circunstancia, pero sí la sensación. Había llovido, porque el aire tenía esa sensación de ligereza que tiene después de la lluvia. Aunque quizás la ligereza venía del hecho de que era jueves y al día siguiente saldría de pase, para la casa. Era una porción minúscula, pero desde aquel momento empecé a comerlos y ahora es una de mis comidas preferidas. La última cosa que aprendí a comer fue lechuga, también en la escuela. A partir de entonces podía decir con orgullo que comía todo aquello que se espera que alguien coma en Cuba. Era finalmente normal, no un niño mimado y extraño, expuesto constantemente al peligro de no comer lo suficiente.

Tuesday, January 30, 2007

La comida de los otros


Comer la comida que los otros cocinan. Dice Tony Bourdain que, siempre que va a comer a casa de amigos, se ponen nerviosos porque no saben qué servirle al chef. Pero lo cierto es que ama la comida que hacen los otros. Está tan acostumbrado a la suya que quiere siempre comer la de los otros.
Eso es exactamente lo que me pasaba. Nunca quería comer la comida de mi casa, sólo la de los otros. No porque mi abuela cocinara mal: en realidad, no tenía mucha variedad de platos, pero cocinaba bien lo que sabía. Pero la comida de los otros era diferente. Comencé a comer muchas cosas porque las comía en otras casas.
Recuerdo la primera vez que mi papá me trajo pizza. No había pizzería en Agramonte, había que ir a Jagüey Grande a buscarlas. Por lo tanto, era como una especie de acontecimiento, y mi papá se sintió desairado de que no me gustaran. Un día, cuando regresábamos de Jagüey Grande, luego de una de las tantas visitar al hospital o a la familia de mi padre, nos encontramos con mi tía María Antonia. Ella regresaba también para Agramonte. En su mano, llevaba una caja de la pizzería con bambinas dentro. Las bambinas, que no sé si existen en otro lugar, eran unas pizzas extremadamente pequeñas, de las que uno se podía comer tres o cuatro. Mi tía me preguntó si quería una. Luego de tanta insistencia, la probé y me sorprendí aceptando la segunda. Fue entonces que empecé a comer pizza. En una circunstancia no común, en medio de la terminal, esperando la guagua. Mi padre estaba contento de que yo hubiera comido, porque ahora tenía un plato más para tratar de estimular mi apetito.
Pero era otra vez la circunstancia: el hecho de que todo hubiera ocurrido de manera no planificada, con mi tía insistiendo amablemente y haciendo aquel gesto tan desprendido de darme a mí las pizzas que llevaba para sus nietas. Sí, eran las circunstancias, porque la comida de los otros, fuera de horario, sin los ojos pendientes de mí para saber cuánto comía, representaba una liberación frente al deber de comer lo que debía porque, si no, me iba a enfermar, tendría anemia, algo que todos temían.

Wednesday, January 24, 2007

Royal with Cheese

Después de tanta conversación sobre hamburguesas en Pulp Fiction, no pude evitar, la primera vez que a fui a McDonalds, pedir un cuarto de libra con queso. Fue en Costa Rica, en mi primer viaje fuera de Cuba. Pensé que era una hamburguesa más grande. En primer lugar, la carne parecía una pasta, y, en segundo, me llenó tan poco que me fui a la cama con hambre.

Los ganzos de Galileo Galilei


Recuerdo cuando leí Galileo Galilei, de Brecht. Al final de la obra, un desconocido deja unos ganzos en la casa donde Galileo vive su retiro. Galileo pide que le cocinen los hígados de los ganzos, porque siempre le ha gustado comer mucho. Los hígados de los cuatro ganzos. Ese episodio despertó en mí el deseo de tener una comida como esa alguna vez. Creo que no sólo era la idea de la cantidad de comida, sino su impredictibilidad. Una comida a media tarde, por necesidad y también por placer. Galileo está trabajando y alguien pasa y le deja los ganzos. Ese es el momento para comer, cualquier momento, como si no se tuviera esa oportunidad otra vez. No sabe si mañana podrá comer de nuevo.


Así visualizo la receta:

2 libras de hígado de ganzo
1 cebolla
1 diente de ajo
2 cucharadas de aceite
1 taza de puré de tomate
1 taza de vino blanco seco

No quiero hacer hígado a la italiana, por eso el hígado se debe picar en pedazos grandes. La cebolla cortada pequeña también, no a la juliana. Sofreír la cebolla primero, después añadir el ajo. Luego el hígado, sofreírlo un poco. Añadir la salsa de tomate y el vino blanco, que no debe ser de un sabor muy fuerte. La idea de tomate en esta receta me resulta extraña, pero puede contrarrestar un poco lo fuerte del hígado. Comer sólo con un poco de arroz o un poco de pan. Nada más, lo que importa aquí es el hígado, grandes cantidades de él, y comerlo fuera de horario, como si fuera una merienda a media tarde.

Monday, January 22, 2007

Estas notas

Estas notas se originaron a partir de un propósito simple: una evocación de aquellos momentos en que una obra de ficción (una película, un texto, una pintura) había inspirado un apetito o una curiosidad por la comida representada en ella. Comer no es sólo un acto de supervivencia elemental, es también un deseo creado por la ficcionalización de esa experiencia. A veces, esa representación influye más en nuestro hábitos alimentarios que la necesidad misma. Aquella no proviene sólo de las obras de ficción sino de los conceptos que una cultura (estaba tratando de evitar la palabra) genera sobre sus alimentos favoritos. Comer carne de puerco asada a fines de años no es una necesidad física, es una representación cultural de cómo concebimos el placer de la celebración. Es, también, una convención, porque nada nos impide comer carne de puerco asada en otros momentos del año. Hablo, por supuesto, de tiempos normales en Cuba, si es que estos existieron alguna vez o si, de haber existido, fueron normales para todos.
La mente crea una serie de asociaciones alrededor de la comida. Una cosa es tener hambre, leí una vez, y otra cosa es tener hambre de determinado alimento. La primera es una necesidad real; la segunda, una necesidad creada. La crea la construcción cultural que acompaña a cada comida. Esa construcción es una mezcla de costumbre y nostalgia, o sea, representación. En el caso de Cuba, la parte nostálgica juego, en estos momentos, el papel principal.
Por alguna razón, la comida ha tenido un peso fundamental en mi vida. Quizás lo heredé de mi familia, tan centrada alrededor de las celebraciones, tan nostálgica de las condiciones ideales de alimentación. Mi familia, siendo de origen modesto, pasaba siempre en el pueblo por comer muy bien. Había un chiste familiar: todo el que se casa con un Estenoz, engorda. Era verdad. Incluso los que parecían imposibles de engordar. ¿Era esto producto de la veneración de la comida o simplemente una consecuencia de la vida de casados, que en los pueblos de campo se suele ver como la coronación de los objetivos de una persona en la vida?
También es un interés que he desarrollado con el tiempo. He estudiado por mi cuenta cómo cocinar, cómo hacer la experiencia más disfrutable. Me gusta tener siempre invitados en la casa. Sé, además, que existe en mí cierta ansiedad con respecto a la comida. He tratado de explicarla de diferentes formas: quizás se deba en parte a que, como estudiante becado desde los doce años, no podía comer todo lo que quería y tenía que conformarme con lo que me daban, a veces mejor, a veces intragable. Esa experiencia después se repitió cuando ya no vivía en una beca pero la comida en general empezó a escasear radicalmente y toda Cuba se convirtió en una especie de beca gigante. Quizás se deba también a que, como me interesa cocinar, siempre quiero probar muchos tipos diferentes de platos, para notar sus sabores, comparar, pensar qué quiero hacer la próxima vez que tenga invitados. Pero sé que también tengo cierta ansiedad que no he logrado quitarme. Tiendo a proyectar algunos momentos de felicidad en la comida; claro, es una experiencia que produce gratificación instantánea. No puedo determinar si tengo una compulsión real: no soy como las personas a quienes les da por comer cuando están bajo situaciones de presión. Tampoco he dejado de comer cuando he estado en esas situaciones. De hecho, nunca he dejado de comer, incluso en las situaciones más críticas. Pero sé que hay cierta ansiedad: un temor quizás a no estar lo suficientemente alimentado y que en el momento en que necesite energías me falten; cierto pánico ante la sensación de hambre. Debo aplicar a la comida lo que mi amigo Raúl Alfonso me dijo una vez con respecto a mi vida: el mito clásico que se aplicaba más a mí no era el de Narciso, como yo pensaba, sino el de Orfeo: la ansiedad por el resultado. Sí, siempre estoy ansioso de llegar a un resultado, el proceso me desespera. Pero la comida es un proceso. El algo que todavía estoy por aprender.
Mi amigo Yonny Ibáñez me dijo una vez: “Si tú no comes y duermes lo suficiente, eres hombre muerto.” Tiene razón. No puedo hacer nada con el estómago vacío.